martes, 6 de febrero de 2024

Tengo una información de la que no voy a dar detalles, el que quiera que la tenga en cuenta y el que no que no le haga caso. Al principio os enfadareis pero pensar bien lo que cuento. En Alemania de repente no se podia comprar ni pan porque el Gobierno no reaccionó bien, le dijeron que su moneda no valia nada y le produjo un colapso, un shok postraumático, de haberse dado cuenta que con no comprar ni vender con otros paises y vivir dentro de su pais con su dinero y su pueblo sin necesidades puede que no hubiera habido guerra. Las señales estos dias de febrero de 2024 d.c. no son buenas, una vecina estaba comprando unos pasteles en una panadería y se empezó a oir una voz metàlica de unas niñas a la vez que se oía una cuchara contra un plato pero no habia nadie comiendo, solo comprando, las niñas decian " mamá, mamá, ya vienen, no nos van a dejar nada ". La panadera y la clienta seran amables una con la otra y me vieron pasar y se dieron cuenta que me di cuenta de lo que pasaba y las dos agacharon la cabeza y se avergonzaron las dos y ninguna tenia la culpa ni yo tampoco, yo estuve en los dos lados investigando que pasaba realmente, no es tanto asi pero como a mucha gente le pasaba se se sabia que faltaba información y no se sabia bien que pasaba.

 

 

Tengo una información de la que no voy a dar detalles, el que quiera que la tenga en cuenta y el que no que no le haga caso. 

Al principio os enfadareis pero pensar bien lo que cuento. 

En Alemania de repente no se podia comprar ni pan porque el Gobierno no reaccionó bien, le dijeron que su moneda no valia nada y le produjo un colapso, un shok postraumático, de haberse dado cuenta que con no comprar ni vender con otros paises y vivir dentro de su pais con su dinero y su pueblo sin necesidades puede que no hubiera habido guerra. Las señales estos dias de febrero de 2024 d.c. no son buenas, una vecina estaba comprando unos pasteles en una panadería y se empezó a oir una voz metàlica de unas niñas a la vez que se oía una cuchara contra un plato pero no habia nadie comiendo, solo comprando, las niñas decian " mamá, mamá, ya vienen, no nos van a dejar nada ". 

La panadera y la clienta seran amables una con la otra y me vieron pasar y se dieron cuenta que me di cuenta de lo que pasaba y las dos agacharon la cabeza y se avergonzaron las dos y ninguna tenia la culpa ni yo tampoco, yo estuve en los dos lados investigando que pasaba realmente, no es tanto asi pero como a  mucha gente le pasaba se se sabia que faltaba información y no se sabia bien que pasaba. 

Yo no pediría información de mi, esto ha pasado aqui donde vivo ahora en España.

 

Un libro rescata la historia oculta de estos menores que cruzaban la frontera cuando apenas aprendían a andar en busca de comida

Un niño alemán llora durante el traslado a un orfanato de Berlín en 1945 AP

QUICO ALSEDO / EL MUNDO

La vida es un enigma y el pasado, el almacén donde se esconden sus secretos, y del que, aunque creamos saber mucho, descubrimos que casi no tenemos ni pajolera idea de nada.

El escritor y guionista lituano Alvydas Slepikas estaba una tarde de 2009 en las oficinas de la productora en que trabaja, Videometra, cuando recibió la visita de un hombre. Venía a contar la historia de su madre, «creía que con ella podía hacerse una película, o una serie o algo».

La historia: ella, alemana de nacimiento, tenía cinco años cuando el Tercer Reich cayó y dejó toda Prusia Oriental en manos del Ejército Rojo. Los rusos comenzaron a tratar a los vencidos con su proverbial y legendaria brutalidad: violar mujeres, matar niños, dejar morir de inanición en general. El hambre era tal -y aquí arranca la historia- que los orgullosos prusianos, otrora ricos, comenzaron a enviar a sus rubicundos hijos a por comida al monte, como si de adultos prehistóricos se tratara.

¿Y dónde los enviaban? A Lituania, más allá de la frontera, cruzando el río Niemen (Nemunas para los lituanos). Eso le pasó a la madre de aquel hombre: con cinco años -repitamos: cinco años-, fue enviada a por comida al otro lado de la frontera. Con el tiempo, acabó quedándose en Lituania, hizo vida allí y tuvo un hijo: él.

Slepikas arqueó una ceja. Apenas había oído hablar de aquello. Todo lo que tenía que ver con la Segunda Guerra Mundial permanecía en Lituania, cuenta a PAPEL, en el desván de los tiempos: el país había sido arrasado tanto por Hitler como posteriormente por los rusos, y permanecido en la órbita soviética hasta 1991.

Pocas semanas después le hicieron a Slepikas una entrevista y le preguntaron por sus proyectos: «Estoy recopilando material sobre los ‘niños lobo’ que cruzaron desde Prusia», contestó. «Ahí recibí una avalancha de llamadas y correos… Ya no pude parar».

Estaba la historia del hombre que desconocía su nombre, y que luchaba por al menos conocerlo antes de morir. La de la madre que simplemente se había sumergido en silencio en un Nemunas helado con sus dos hijos de la mano, completamente segura de que aquella gélida y silenciosa muerte era mucho mejor que la furia ciega e inhumana de los rusos. Cientos de niños enviados solos a ningún lugar, para huir del horror.

La hambruna era tal que se llegó a practicar el canibalismo en los pueblos prusianos junto a la frontera. «Algunos alemanes llegaron a vender a sus hijos como mano de obra barata a los lituanos, que los aceptaban no porque los necesitaran, sino por hacerles el favor, salvándoles de una muerte segura».

Niñas alemanas cuyo futuro era seguro y probablemente plácido antes de la guerra terminaron prostituidas. Un capítulo más de los horrores inconcebibles que vivió una Europa orgullosa, y que los vivió, no lo olvidemos, anteayer.

No puede extrañar, así, que la historia de los niños lobo fuera tabú en Lituania hasta que Slepikas compiló muchos de esos testimonios, y compuso con ellos la novela Bajo la sombra de los lobos.

Eso fue en 2011. Hoy, el librito, 250 páginas crudas, sobrias, muy medidas sentimentalmente -pasarse sería francamente inaguantable-, que emanan todo el terror que el ser humano es capaz de producir pero no puede soportar, se estudia en todos los colegios lituanos. Fue considerado mejor novela histórica de 2019 por The Times. Y llega ahora a las librerías españolas de la mano de Tusquets.

Slepikas (Videniskiai, Lituania, 1966) se explica a PAPEL por correo electrónico con un tono tan penetrante como el del propio libro. Desvela hechos increíbles y por tanto tan creíbles: absolutamente salvajes.

El escritor lituano Alvydas Slepikas
El escritor lituano Alvydas SlepikasE. M.

«Al caer Hitler, la hambruna era tal en Prusia que los soviéticos permitieron que los agricultores lituanos les vendieran alimentos a los prusianos. Lo más común era el intercambio en especie. A cambio de comida, las mujeres alemanas primero daban lo que tenían, lo que habían salvado de la guerra: cubiertos, cualquier objeto, lo que fuera… Pero todo se acabó pronto, y como el Gobierno soviético sólo daba pan a cambio de trabajos forzados -y eso a las mujeres, a los ancianos y niños no se les daba nada-, los alemanes comenzaron a cambiar a sus hijos por comida».

Continúa Slepikas: «La alternativa era ver a sus críos morir de hambre ante sus ojos. Se iban a los granjeros y les pedían que se los llevaran como ayudantes a cambio de un saco de harina o de patatas, con la esperanza de que hicieran vida en Lituania y en el futuro encontraran el camino de vuelta. Los agricultores no necesitaban a estos niños, y muchos hacían lo posible por no llevárselos, porque temían represalias de los soldados rusos… Pero muchos se los llevaban, y falsificaban sus documentos. Muchos otros niños, y también adolescentes, al ver que desde el otro lado de la frontera llegaban agricultores cargados de víveres, comenzaron a cruzarla en busca de comida. Se escondían en los trenes, en los carromatos, cruzaban a pie el río helado…».

El libro narra con sorda normalidad como niños de siete años acostumbrados a vivir entre ruinas y minas eran enviados a buscarse literalmente la vida a muchos kilómetros de sus casas, sin entender el idioma, durmiendo en los bosques, llamando a puerta fría a las casas de sus hasta entonces enemigos a pedir mendrugos de pan, algo caliente, lo que fuera.

¿De cuántos niños lobo hablamos? «Según el historiador alemán Christopher Spatz hubo unos 30.000, aunque después de la guerra algunos regresaron a Alemania del Este y otros ingresaron en orfanatos especiales en las profundidades de la Unión Soviética, que semejaban más bien prisiones o campos de concentración. Con el tiempo, muchos de los que se quedaron en Lituania llegaron a recuperar el contacto con sus familias en Alemania gracias a Cruz Roja. Cuando publiqué el libro, en 2012, casi 60 años después, Edelweiss, la organización que une y apoya a los niños lobo en Lituania tenía unos 330 miembros».

El autor se pone especialmente sugestivo cuando se le pregunta por el tremendo baile de identidades que entraña esta historia: «Los aldeanos les falsificaban documentos porque temían ser deportados a Siberia por ayudar a los alemanes, así que estos niños crecieron ocultos, la gran mayoría sin acceso a una educación. Es posible incluso que muchos niños lobo jamás llegaran a saber que lo eran. Estos niños no sólo perdieron su infancia, sino también su futuro. Muchos se congelaron en el bosque, o murieron de hambre, o sufrieron abuso sexual. Conocí a un hombre que nunca había celebrado su cumpleaños porque en su pasaporte sólo figuraba el año de nacimiento, los números del mes y del día estaban a cero. Otro sólo había logrado descubrir su apellido real, pero no su nombre. Llorando, me dijo: ‘Me gustaría saber mi nombre real al menos antes de la muerte, para no yacer bajo un nombre que no es el mío’».

Lituania vivió pendularmente entre Alemania y Rusia todo el siglo XX, pero a borbotones durante los años de la guerra. Slepikas cuenta cómo primero llegó Hitler, que ocupó parte de la costa en 1939, pero el desembarco bestia fue el de los soviéticos en 1940.

«Un año después comenzaron las deportaciones a la tundra siberiana. Muchos inocentes, familias, los mejores agricultores, todos fueron deportados en vagones para animales. Después volvieron los nazis, y la gente al principio esperaba algo de humanidad, porque se trataba de una nación europea e instruida, pero todo fue a peor: quemaron pueblos enteros, hubo asesinatos en masa, los judíos fueron transportados a campos, muchos lituanos colaboraron en el exterminio de sus vecinos».

Hoy, en Lituania, no pueden exhibirse, por ley, símbolos nazis ni soviéticos. Aquellos lituanos de frontera que habían sufrido la furia asesina del Tercer Reich terminaron adoptando de facto a miles de niños prusianos por pura piedad, aún a riesgo de su vida si fueran descubiertos por los soviéticos. El horror ciego de la guerra terminó hermanando a personas de bandos supuestamente diferentes, borrando las fronteras políticas e incluso culturales.

Al final, adagio extensible a todo conflicto armado, tanto vencedores como vencidos fueron de alguna manera víctimas del ejército hegemónico del momento, en aquel entonces, el Rojo: «Prusia Oriental fue la primera región alemana a la que llegó Stalin al final de una guerra larga y cruenta», narra Slepikas. «Los soldados rusos estaban extenuados, eran como vasijas de barro cocidas en el horno de la guerra. Habían muerto y habían matado durante años, así que cuando llegaron a este punto se comportaron con una crueldad extrema: una vida más o menos no importaba. Fue como una venganza por toda esa guerra, y la propaganda soviética no hacía sino fomentar esa crueldad».

Una atmósfera que convertía a personas normales en completos asesinos de apariencia psicopática: «La guerra despierta los demonios que duermen en las personas. Es fácil imaginar a un criminal de guerra como una persona normal en tiempos de paz, una persona que no habría matado ni hecho daño a nadie. Por otro lado, en las guerras actuales en África los niños y adolescentes son los asesinos más sangrientos: es evidente que la guerra los transforma. Hablando con los niños lobo, me di cuenta de que, para muchos de ellos, esa guerra aún no había terminado. Las heridas seguían sin sanar».

Bajo la sombra de los lobos tiene también aroma, en su callada simplicidad, de cuento infantil, de un terror gótico mudo, parco. Al leerlo y observar el duro horror que tiene lugar en el escenario, uno siente bajo sus pies el temblor de un río subterráneo, soterrado, mucho más horrible, probablemente insufrible.

Slepikas concede que no es la sensación de uno: es así. «No quería deleitarme en la crueldad. El libro se habría convertido en insoportable para muchas personas, y yo quería que lo leyeran en especial los adolescentes, para que el mayor número de lectores posibles conocieran el destino de los niños lobo y sus experiencias. Creo que como escritor he conseguido captar el sentido de los hechos, aunque es una novela muchos niños lobo me han dicho que he descrito lo que era su vida. Pero también he de reconocer que el único y principal reproche que he escuchado de ellos es que en la vida real todo fue más cruel».

Fuente: https://www.elmundo.es/cultura/2021/06/25/60d5f98221efa04b5e8b4614.html

 

 http://losperiodistas.com.mx/portal/2021/06/26/los-ninos-que-alemania-entrego-a-lituania-tras-la-caida-de-hitler-cambiaban-un-hijo-por-un-saco-de-patatas-el-mundo/

 

 

 

Kindertransport, la misión secreta que salvó a 10.000 niños judíos del holocausto nazi

  • Redacción
  • BBC News Mundo
https://www.bbc.com/mundo/noticias-46408774

 

 

 

¡Falta de todo! Crisis de suministros en la historia

Desabastecimiento

El pasado está plagado de situaciones de carestía que cambiaron el rumbo de la historia, pero rara vez habíamos sufrido un colapso global

Una joven contempla las estanterías vacías en un supermercado.

Una joven contempla las estanterías vacías en un supermercado.

iStock

En los últimos ciento cincuenta años y, sobre todo, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, los períodos de prosperidad y recesión cada vez están más sincronizados. La integración comercial ha obrado un milagro de prosperidad compartida, y también ha puesto en común las principales contracciones económicas. Era cuestión de tiempo que terminásemos compartiendo, también, una crisis de suministro.

Ahora los alimentos, la energía y otros bienes de primera necesidad han catapultado sus precios, y eso ha provocado que se recorten drásticamente las cifras de crecimiento en países como España. Las empresas tienen que hacer frente a una subida de los costes tan repentina y fabulosa que, muchas veces, no pueden trasladarla inmediatamente a los consumidores. Además, cuando por fin empiezan a trasladársela, estos tienden a empobrecerse (y, con ellos, la economía entera) y a acaparar los bienes, lo que aumenta la demanda a corto plazo, justo en el momento en el que muchas empresas apenas pueden producir más.

Las colas del hambre en Lancashire, Gran Bretaña, a consecuencia de la crisis de la industria del algodón entre 1861 y 1865.

Las colas del hambre en Lancashire, Gran Bretaña, a consecuencia de la crisis de la industria del algodón entre 1861 y 1865.

Getty Images

Las fábricas se cerraron total o parcialmente durante lo peor de la pandemia, y la primavera y el verano de 2020 quedaron marcados por un desplome del consumo sin precedentes. No obstante, poco después, la recuperación de la actividad (y, por tanto, de la demanda) ha resultado ser mucho más fulminante de lo previsto, gracias a la expansión de la vacunación y a los planes de estímulo fiscales (más gasto) y monetarios (financiación más barata) de Europa o Estados Unidos.

Las redes logísticas globales, que han priorizado históricamente la eficiencia (los costes bajos) por encima de la resiliencia ante los shocks, se han visto desbordadas por los acontecimientos. Como colofón, existe entre la población un miedo y una falta de confianza en las instituciones lo suficientemente intensos como para hacerla acaparar más y más bienes por lo que pueda venir.

Las crisis del petróleo

Naturalmente, ninguna crisis de desabastecimiento es igual a otra, pero es verdad que esta parece una prima lejana de las crisis del petróleo de los años setenta. Al fin y al cabo, el cierre del grifo petrolero fue voluntario (lo llevó a cabo la OPEP para castigar a Occidente por su apoyo a Israel en la guerra de Yom Kippur), las consecuencias globales se volvieron gravísimas (según los historiadores económicos, estas crisis contribuyeron, sustancialmente, al posterior derrumbe de la Unión Soviética) y la inflación emergió como un rotundo factor de empobrecimiento de la clase media (en EE. UU., los precios se catapultaron, por ejemplo, un 9% en 1973 y un 8% en 1974).

En paralelo, las instituciones públicas se enfrentaron a unos quebraderos de cabeza que habrían animado a Hamlet a buscar un psiquiatra. Tengamos en cuenta que los bancos centrales combaten la inflación elevando el coste de los préstamos, porque cuanto más cuesta endeudarse y más vale el dinero, menos ganas nos quedan de consumir vorazmente.

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Así las cosas, ¿estaban dispuestos los bancos centrales a subirle el coste de la financiación a la misma población que ponía el grito en el cielo por los precios de los bienes básicos? ¿Debían lanzar los políticos un gran paquete de estímulo y ayuda a la población, aun a sabiendas de que eso agravaría la inflación? ¿Tenía sentido que los salarios se actualizasen automáticamente todos los años con la inflación, cuando eso retroalimentaba la perversa y corrosiva subida de los precios? En definitiva, ¿quién estaba dispuesto a quemarse políticamente a lo bonzo pidiendo que aumentasen los costes de financiación, se dosificasen los estímulos y se suspendiesen o cancelasen las actualizaciones salariales? ¿Quién?

De todos modos, a pesar de los parecidos razonables, las diferencias entre lo que sucedió en las crisis del petróleo y lo que vemos hoy también son enormes. La inflación actual es muchísimo más baja que entonces, las previsiones de crecimiento económico siguen siendo robustas (no hay estanflación, porque continuamos creciendo y creando millones de empleos), y este es un período transitorio que debería extenderse, a lo sumo, hasta el segundo trimestre del año próximo, y no durante casi una década.

No estamos en los setenta

Al mismo tiempo, las medidas para suavizar este escenario, que en las crisis de los setenta tardaron en tomarse, ya están en marcha. Las cadenas logísticas llevan más de un año transformándose para absorber mejor los shocks, y las fábricas y el sector de las materias primas han recibido ya miles de millones de euros para ampliar de forma extraordinaria la producción. Los bancos centrales, fundamentalmente la Reserva Federal y el Banco Central Europeo, han dejado entrever que elevarán los costes de financiación gradualmente de aquí a 2023, y, por último, los efectos de enormes programas de estímulo, como los de China o EE. UU., se han difuminado en 2021.

La inflación y el desabastecimiento recibirán, pues, la quíntuple embestida del aumento dramático de la producción y la oferta, el enfriamiento de la demanda, la difuminación de grandes estímulos, el endurecimiento del crédito y la mayor resiliencia de las cadenas logísticas.

Niños hambrientos en Stávropol, al suroeste de Rusia, en 1921.

Niños hambrientos en Stávropol, al suroeste de Rusia, en 1921.

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Por supuesto, ni las crisis del petróleo ni la crisis actual son, ni de lejos, los peores escenarios de desabastecimiento a los que la humanidad se ha enfrentado en los últimos cien años. La hambruna soviética de 1921-1922 se saldó con cinco millones de muertos, e hizo que el propio Lenin agradeciese la ayuda de EE. UU. para evitar situaciones que llegaron, en su desesperación, al canibalismo. Y no fue la última vez que los soviéticos caían desnutridos entre la nieve. Su hambruna de 1932-1933 causó, probablemente, cerca de siete millones de fallecidos, y la de 1946-1947, más de un millón.

Guerras y pifias públicas

Estos episodios, muy influenciados por unas políticas públicas nefastas y, a veces, también por la guerra y unas cosechas inusualmente estériles, ni siquiera incluyen los episodios de desabastecimiento que atizaron los nazis en sus ofensivas y asedios en regiones como Leningrado.

Por supuesto, los alemanes también pagaron un precio, y no solo durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, sino también después. Por ejemplo, en el invierno del hambre (o Hungerwinter) de 1946 y 1947 murieron decenas de miles de personas, y la mortalidad infantil en 1948 duplicaba la media de Europa occidental. Los aliados gestionaron de forma lamentable la producción y distribución de alimentos, lo que empeoró unas condiciones de vida ya de por sí muy duras para la población civil.

Una gasolinera desabastecida en la huelga de los distribuidores de gasolina británicos de 1953.

Una gasolinera desabastecida en la huelga de los distribuidores de gasolina británicos de 1953.

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De todos modos, en el podio de las grandes crisis de desabastecimiento, quizá la más horrible de la historia fue la de China, entre 1959 y 1961. El desplome en el suministro provocó, entre otras cosas, una hambruna que segó la vida de más de quince millones de personas. Como en muchos de los episodios soviéticos de los años veinte, treinta y cuarenta, las nefastas políticas públicas tuvieron mucho que ver en el derrumbe de la productividad de los campos, aunque también influyeron las sequías y las inundaciones en las principales zonas agrícolas. 

Mao intentó, con su Gran Salto Adelante, una industrialización ultrarrápida, la colectivización exprés de las tierras y el despliegue de técnicas de arado profundo, que dejaron prácticamente estériles áreas enteras, donde las capas de suelo fértil eran muy delgadas y superficiales.

El día después

Muchas de estas y otras crisis tuvieron consecuencias políticas de amplio recorrido. Algunas fueron directas, como cuando Mao suavizó el radicalismo de sus políticas después del Gran Salto Adelante (les dio a los chinos cinco años de tregua hasta la Revolución Cultural, en 1966), y otras indirectas, como le sucedió a la Unión Soviética por las crisis del petróleo. 

Mao Zedong,

Mao Zedong. 

Terceros

En este último caso, lo que más sufrió su economía no fue el embargo de la OPEP, porque ellos, a la postre, eran productores. Lo que le partió la cadera fue el efecto acordeón de la multiplicación del precio del crudo de los 22 a los 133 dólares, entre 1973 y 1980, y el subsiguiente desplome hasta los 33 dólares que costaba el barril en 1986.

Es difícil anticipar las consecuencias políticas y sociales de esta crisis de desabastecimiento e inflación, aunque los índices de valoración de líderes como el presidente estadounidense, Joe Biden, o el español, Pedro Sánchez, han empezado a resentirse. El motivo es que no sabemos la duración exacta de la inflación y el desabastecimiento, ni qué otras dinámicas políticas y económicas van a alimentar por el camino, ni cuánto van a empobrecer a nuestra clase media, ni si la prosperidad y estabilidad de esta tardarán meses o años en recuperarse.

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La crisis de suministros

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El Debate de los Lectores sobre la crisis de suministros.

 https://www.lavanguardia.com/historiayvida/historia-contemporanea/20211203/7899941/falta-crisis-suministros-historia.html

 

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